<<Busqué al Señor:
él me respondió
y me libró de todos mis temores. Miren hacia él
y quedarán resplandecientes,
y sus rostros no se avergonzarán.
Este pobre hombre
invocó al Señor:
él lo escuchó y los salvó
de sus angustias.
El Ángel del Señor acampa
en torno de sus fieles,
y los libra. ¡Gusten y vean
qué bueno es el Señor!
¡Felices los que en él se refugian!>>.
(Sal 34,5-9)
Todos nosotros, a lo largo de nuestra vida, hemos pasado por situaciones desagradables, difíciles y dolorosas. A mi me han pasado muchas cosas, algunas de las cuales me han marcado especialmente y, lo reconozco, a veces me siguen doliendo, aún hoy.
Fueron muchas las dificultades que enfrentamos como familia, como estar fuera por motivos de trabajo, luego el desempleo y el esfuerzo que hicimos para salir adelante. Hubo enfermedades que han sido difíciles de sobrellevar y no faltaron los duelos; uno en particular, fue repentino y grave, que cavó un largo y profundo surco en mi corazón que solo con la gracia de Dios pude superar. Este duelo me llevó a experimentar un período de profunda depresión que superé con la ayuda y el cariño de los seres queridos que me rodeaban y de los médicos que me trataron.
Con el paso de los años, sin embargo, las cosas no mejoraron. Después de un período de aparente serenidad, otra circunstancia desagradable me abrumó y esta fue la famosa "gota que derramo el vaso". Esta vez no tuve fuerzas para luchar. No tenía ganas de luchar. No sentía la presencia de Dios que me ayudara a luchar.
La depresión regresó, más fuerte, más decisiva, más agresiva. La ansiedad y los ataques de pánico eran cada vez más frecuentes. Ya no salía, ya no comía, ya no sonreía, ya no hablaba.
Todo lo que hacía era acostarme en la cama, en la oscuridad, llorando. Mi único deseo era morir. Y este pensamiento tomaba forma en mi mente cada vez que pensaba en cómo, concretamente, podría poner fin a todo. Sí, estaba pensando en suicidarme.
Pero el Señor vio mis lágrimas, mi dolor, mi sufrimiento, y cuando clamé por ayuda, Él se acercó a mí y me salvó.
Sucedió que una tarde, para desahogarme, me puse en contacto, temblando y llorando, con una monja que ni siquiera conocía y le conté todo. Gracias a su ayuda, comencé a preguntarme cuál era el significado de este sufrimiento, pero esta vez lo hice a la luz del proyecto de Dios para mí.
Le pregunté al Señor cuál era Su proyecto de salvación en mi vida.
Más rápido de lo que pensaba, comencé a tener las respuestas, y junto con las respuestas, tuve paz y alegría.
Empecé a sonreír de nuevo, a salir, a cantar, a bromear. ¡Estaba empezando a vivir de nuevo!
Si el sufrimiento se vive con Dios, adquiere sentido: ¡nos lleva a Él!
Todavía estoy en camino de descubrir exactamente lo que Jesús quiere de mí.
Pero, si Él me salvó la vida, ¡quiero dársela toda a Él!
Una aspirante al PSGM
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