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CÓMO DIOS LE HABLÓ A SAN JERÓNIMO

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    Blog PFSGM
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     Cuenta San Jerónimo (347 - † 420):  «Hace muchos años, cuando dejé mi hogar, mis padres, mi hermana, mis parientes, y —lo más difícil— el hábito de comer alimentos sabrosos, para ir a Jerusalén como soldado de Cristo, no tuve la fuerza para deshacerme de la biblioteca que había reunido en Roma con gran pasión y a costo elevado. Tal era mi miseria que ayunaba y leía a Cicerón. Después de muchas noches de vigilia y de muchas lágrimas derramadas desde el fondo de mi corazón al recordar mis pecados pasados, tomaba en mis manos a Plauto. Y cuando volvía en mí mismo y empezaba a leer a los profetas, su estilo desaliñado me causaba disgusto; y sin poder ver la luz con mis ojos cegados, pensaba que la culpa no era de mis ojos, sino del sol. Mientras tanto, la antigua serpiente se burlaba de mí. Hacia la mitad de la Cuaresma, una fiebre que llegó hasta mis médulas atacó mi cuerpo ya extenuado. Sin darme un momento de tregua, increíble de decir, consumió mis miserables miembros al punto de dejarme en piel y huesos. Ya se preparaban las exequias; mi cuerpo estaba frío y sólo en el cálido pecho palpitaba el calor vital del alma, cuando de repente, arrebatado en espíritu, fui llevado (en visión) al tribunal del Juez. Allí, la luz era tal y el resplandor de todos los que me rodeaban tan brillante que, postrado en tierra, no osaba ni siquiera mirar hacia arriba. Al ser interrogado sobre quién era, respondí que era cristiano. Pero quien presidía me dijo: “Mientes, tú eres ciceroniano, no cristiano: donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (cf. Mt 6,21). Enmudecí al instante y, aunque estaba siendo azotado, el fuego del remordimiento de conciencia me quemaba más; y repetía dentro de mí este versículo: “¿Quién en los infiernos cantará tus alabanzas?” (Sal 6,6). Sin embargo, comencé a clamar y a gritar: “Ten piedad de mí, Señor, ten piedad de mí”. Esta súplica resonaba bajo los golpes. Finalmente, los presentes, arrodillándose ante el Juez, le suplicaron que perdonara mi juventud y me diera la oportunidad de expiar mi error, dejando la continuación del castigo para más adelante si volvía a leer libros paganos. Yo, en una situación tan angustiosa, deseando hacer promesas aún mayores, comencé a jurar y, suplicándole en su nombre, le dije: “Señor, si vuelvo a tener libros profanos o los leo, te habré negado”. Liberado después de pronunciar este juramento, regresé a la tierra y (una vez que la visión terminó), ante el asombro de todos, abrí los ojos llenos de lágrimas, mostrando mi dolor incluso a los que no creían. Confieso que tenía los hombros magullados y que, después del sueño, sentía los golpes: desde entonces me he dedicado con tanto empeño a la lectura de las Sagradas Escrituras como antes me había dedicado a la lectura de textos profanos».

 

(Cfr. San Jerónimo, Epístolas 22:30, en PL 22, 416-417).

 


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