De las fuentes franciscas:
«Cuando el señor Bernardo distribuía sus bienes a los pobres -como queda dicho-, estaba presente el Francisco, que, viendo la poderosa obra del Señor, glorificaba y alababa de todo corazón al mismo Señor. Vino entonces un sacerdote llamado Silvestre, a quien el bienaventurado Francisco había comprado unas piedras para la reparación de la iglesia de San Damián. Y, observando que todo el dinero se repartía según el consejo del varón de Dios, enardecido por el fuego de la codicia, le dijo: “Francisco, date cuenta de que no me pagaste bien las piedras que me compraste”. Oyendo el despreciador de la avaricia la injusta murmuración del sacerdote, se acercó al señor Bernardo y, metiendo la mano en su capa, donde estaba el dinero, con gran fervor de espíritu la sacó llena de monedas y se las dio al sacerdote quejumbroso. Y, sacando por segunda vez la mano repleta de dinero, le dijo: “¿Estáis bien pagado, señor sacerdote?” Y él respondió: “Lo estoy plenamente, hermano”. Y, rebosando de alegría, se fue a casa con el dinero.
A los pocos días, el mismo sacerdote, tocado de la gracia de Dios, empezó a reflexionar sobre lo que había hecho Francisco, y se dijo para sí: “¡Qué hombre tan miserable soy, que, siendo ya anciano, ambiciono y busco las cosas temporales; y él, joven aún, las desprecia y aborrece por amor de Dios!”
A la noche siguiente vio en sueños una gran cruz, cuya cima tocaba los cielos, y cuyo pie se apoyaba en la boca de Francisco, y cuyos brazos se extendían de una a otra parte del mundo. Cuando se despertó el sacerdote, conoció y firmemente se convenció de que Francisco era un verdadero amigo y siervo de Cristo y que la Religión que empezaba a nacer se había de propagar prontamente por el mundo entero. Así comenzó a sentir el temor de Dios y a hacer penitencia en su casa. Por fin, poco tiempo después, ingresó en la naciente Orden, en la que vivió de manera irreprochable, y su muerte fue gloriosa.
(Leyenda de los 3 compañeros, Cap. IX, 30-31)
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