Un pobre náufrago llegó sobre la playa de una islita desierta agarrado a unos restos del barco, sobre los que estaba viajando después de una terrible tempestad. La isla era un poco más de un risco, escabrosa e inhóspito. El pobre hombre empezó a rogar. Le pidio a Dios, con todas sus fuerzas, de salvarlo y cada día escrutaba el horizonte en espera de ver llegar una ayuda, pero no llegó ninguna.
Después de algúnos días se organizó. Trabajando duramente y procupado construyó algún instrumento para cazar y cultivar, sudando sangre logró encender el fuego, se construyó una choza y un refugio contra las violentas tormentas. Pasaron algunos meses. El pobre hombre continaba a rogar pero ningún barco apareció al horizonte. Un día, un golpe de brisa sobre el fuego empujó las llamas y rosó el tapete del náufrago. En un minuto todo se incendió. Densas columnas de humo se levantaron hacia el cielo. Los esfuerzos de meses, en pocos instantes, se redujeron a un montoncito de cenizas.
El náufrago, que intentó en vano de salvar algo, se tiró llorando en la arena. ¿Por qué, Señor? ¿Por qué también esto?; Alguna hora después, un gran barco atraco cerca de la isla. Vinieron a agarrarlo con una lancha. ¿Pero como han podido saber que estaba aquí?; preguntó el náufrago, casi incrédulo. "Hemos visto las señales de humo", le contestaron.
Así esta escrito en la palabra de Dios:
Porque mis días se disipan como el humo, y mis huesos arden como brasas... estoy desvelado, y me lamento como un pájaro solitario en el tejado... Mis días son como sombras que se agrandan, y me voy secando como la hierba. Pero tú, Señor, reinas para siempre, y tu Nombre permanece eternamente
(Sal [101],4.8, 12-13)
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