Evaristo fue un pajarito como muchos otros. Vivía en un bonito nido entre las tejas del Templo de Jerusalén y cada mañana se posaba entre las vigas de cedro del Pórtico de Salomón para escuchar a Jesús. En aquellos días la ciudad estuvo llena de gente, porque la Pascua se acercó: también hubo gran muchedumbre entre los pajaritos y Evaristo cada mañana, al surgir el sol, volaba en picada a agarrase el lugar en primera fila para poder oír bien las enseñanzas del Redentor.
Un viernes, en cambio, los pajaritos esperaron en vano toda la mañana. Un poco a la vez los otros volvieron a sus nidos. Evaristo fue preocupado: "¡Es extraño! ¡Generalmente es siempre muy puntual! ¿Habrá sucedido algo". Poco después de medio día decidió ir a buscarlo. Cuando llegó en los estrechos del Golgota tuvo una terrible sorpresa: Jesús fue crucificado. La muchedumbre que hasta el día antes lo aclamó como Mesías, lo burlaba ahora e insultaba. Su Cuerpo fue todo llagado y sobre su cabeza estaba puesta una corona de espinas.
Evaristo se percató enseguida que una de aquellas espinas le causaba un particular dolor y decidió sacársela. Al vuelo llego a su Señor, tomo la espina con el pico y con todas sus fuerzas trató de sacársela. Después de varios intentos lo logró, pero apenas se había alejado un poco cuando se dio cuenta de estar herido: una pequeña espina le había penetrado en el corazón y le hacia mucho mal. "Es dolorosa, pero no es nada con respecto a lo que sufre Jesús!"
El tiempo pasaba y aquella espina se convirtió cada momento más insoportable. El fervor inicial fue acabado y la generosidad fue ahogada por el dolor. Evaristo se acercó a la Madre de Jesús para lamentarse y ser liberado de aquella espina: "¡O Señora! ¡Mírame como sufro! ¡Nadie sufre como yo y ya no puedo más!"
La Inmaculada lo miró con tristeza y, sin decir nada, con la mano le enseñó su bonito Corazón Inmaculado: no una sola espina, sino la entera corona lo apretaba, haciéndolo sangrar abundantemente.
Evaristo quedó profundamente confuso: él se había quejado mucho por una pequeña espina, mientras la Reina estaba ofreciendo, en silencio y con amor al Padre su inmenso dolor. "¡Oh! perdóneme! Ya no quiero ser liberado de mi espina, sino que la quiero ofrecer junto con Usted!"
Apenas había dicho estas palabras la espina empezó a disolverse, dejando sobre el pecho una bonita huella roja como la Sangre del Redentor y la Corredentriz. Desde entonces Evaristo y sus descendientes muestran con emoción y gratitud, su pecho rojo que recuerda a todos los que lo ven los dolores inmensos de Jesús y el Corazón Inmaculado de María.
Así dice Santa Teresita de Lisieux:
"Una espina soportada puede ser un alma salvada".
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