(de la Vida Segunda de San Francisco de Asís, de Tomás de Celano, Fuentes biográficas franciscanas 217-217a)
LO QUE HIZO ANTES DE SU MUERTE Y SU MUERTE
217. Como los hermanos lloraban muy amargamente y se lamentaban inconsolables, ordenó el Padre santo que le trajeran un pan. Lo bendijo y partió y dio a comer un pedacito a cada uno. Ordenando asimismo que llevaran el códice de los evangelios, pidió que le leyeran el evangelio según San Juan desde el lugar que comienza Antes de la fiesta de la Pascua, etc. Se acordaba de aquella sacratísima cena, aquella última que el Señor celebró con sus discípulos. Todo esto lo hizo, en efecto, en memoria veneranda de aquélla y para poner de manifiesto el afecto de amor que profesaba a los hermanos.
Así que los pocos días que faltaban para su tránsito los empleó en la alabanza, animando a sus amadísimos compañeros a alabar con él a Cristo. Él, a su vez, prorrumpió como pudo en este salmo: Clamé al Señor con mi voz, con mi voz supliqué al Señor (Sal 141), etc. Invitaba también a todas las creaturas a alabar a Dios, y con unas estrofas que había compuesto anteriormente él las exhortaba a amar a Dios (cf. 1 Cel 109). Aun a la muerte misma, terrible y antipática para todos, exhortaba a la alabanza, y, saliendo con gozo a su encuentro, la invitaba a hospedarse en su casa: «Bienvenida sea -decía- mi hermana muerte». Y al médico: «Ten valor para pronosticar que está vecina la muerte, que va a ser para mí la puerta de la vida». Y a los hermanos: «Cuando me veáis a punto de expirar, ponedme desnudo sobre la tierra -como me visteis anteayer-, y dejadme yacer así, muerto ya, el tiempo necesario para andar despacio una milla».
Llegó por fin la hora, y, cumplidos en él todos los misterios de Cristo, voló felizmente a Dios.
UN HERMANO VIO EL ALMA DEL PADRE SANTO EN SU TRÁNSITO
217a. Un hermano -uno de sus discípulos, célebre por la fama notable que disfrutaba- vio el alma del Padre santísimo que subía derecha al cielo, a modo de una estrella grande como la luna y luciente como el sol, avanzando sobre la inmensidad de las aguas llevada sobre una nube blanca.
Con este motivo se reunió numerosa multitud de pueblos, que alababan y glorificaban el nombre del Señor. La ciudad de Asís se lanza en tropel y toda la región corre a ver las maravillas de Dios, que el Señor había manifestado en su siervo. Los hijos se lamentaban de la orfandad de tan gran padre y hacían ver con lágrimas y suspiros los afectos de piedad del corazón. La novedad del milagro cambió, sin embargo, el llanto en júbilo; el luto, en fiesta. Veían el cuerpo del bienaventurado Padre condecorado con las llagas: veían en medio de las manos y de los pies, no ya las hendiduras de los clavos, sino los clavos mismos, formados de su carne, mejor aún, connaturales a la carne misma, que conservaban el color negruzco del hierro, y el costado derecho, enrojecido de sangre. Su carne, naturalmente morena antes, brillando ahora con blancura extraordinaria, daba fe del premio de la resurrección. Sus miembros, en fin, se volvieron flexibles y blandos, sin la rigidez propia de los muertos, antes bien trocados en miembros como de niño.
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