DE LAS FUENTES FRANCISCANAS:
<<Su aspiración más elevada, su deseo dominante, su voluntad más firme era observar perfectamente y siempre el santo Evangelio e imitar fielmente, con toda la vigilancia, con todo el empeño, con todo el impulso de su alma y de su corazón, la doctrina y los ejemplos de nuestro Señor Jesucristo. Meditaba continuamente las palabras del Señor y nunca perdía de vista sus obras. Pero sobre todo la humildad de la Encarnación y la caridad de la Pasión las tenía impresas tan profundamente en su memoria que apenas podía pensar en otra cosa.
A este propósito es digno de perenne recuerdo y devota celebración lo que el Santo realizó tres años antes de su gloriosa muerte, en Greccio, el día de la Navidad del Señor. En aquella comarca había un hombre llamado Juan, de buena reputación y vida aún mejor, que era muy querido por el beato Francisco porque, aunque noble y honrado en su región, valoraba más la nobleza de espíritu que la de la carne. Unas dos semanas antes de la fiesta de la Natividad, el beato Francisco, como solía hacer, lo llamó y le dijo: «Si deseas que celebremos en Greccio la Navidad de Jesús, ve delante de mí y prepara lo que te digo: quiero representar al Niño nacido en Belén y, de alguna manera, ver con los ojos del cuerpo las dificultades que tuvo por la falta de lo necesario para un recién nacido, cómo fue recostado en un pesebre y cómo yacía sobre el heno entre el buey y el asno». Al escucharle, el fiel y piadoso amigo partió presuroso a preparar en el lugar designado todo lo necesario, de acuerdo con el plan expuesto por el Santo. Y llega el día de la alegría, ¡el tiempo de júbilo! Con ocasión de la celebración, se convocaron a muchos hermanos de diferentes lugares; hombres y mujeres llegan contentos de los alrededores, trayendo cada uno según sus posibilidades, velas y antorchas para iluminar esa noche, en la cual resplandecía en el cielo la Estrella que iluminó todos los días y los tiempos. Finalmente llega Francisco: ve que todo está dispuesto según su deseo y está radiante de felicidad. Ahora se coloca el pesebre, se pone el heno y se introducen el buey y el asno. En esa escena conmovedora resplandece la sencillez evangélica, se alaba la pobreza, se exalta la humildad. Greccio se ha convertido en una nueva Belén.
¡Esta noche es clara como pleno día y dulce para los hombres y los animales! La gente se reúne y disfruta de un gozo nunca antes experimentado, frente al nuevo misterio. El bosque resuena de voces y las rocas imponentes repiten los coros festivos. Los hermanos cantan alabanzas selectas al Señor, y la noche parece toda un susurro de alegría. El Santo está allí, estático frente al pesebre, su espíritu vibrante de compunción y de gozo inexpresable. Luego, el sacerdote celebra solemnemente la Eucaristía en el pesebre, y él mismo experimenta una consolación nunca antes sentida. Francisco se ha revestido de los ornamentos diaconales porque era diácono, y canta con voz sonora el santo Evangelio: esa voz fuerte y dulce, clara y sonora arrebata a todos en deseos de cielo. Luego habla al pueblo y con palabras dulcísimas evoca al Rey recién nacido y pobre en la pequeña ciudad de Belén. A menudo, cuando quería nombrar a Cristo Jesús, ardiente de amor celestial, lo llamaba «el Niño de Belén», y ese nombre «Belén» lo pronunciaba llenando su boca de voz y aún más de tierno afecto, produciendo un sonido como el balido de una oveja. Y cada vez que decía «Niño de Belén» o «Jesús», pasaba la lengua por sus labios, casi como si quisiera saborear y retener toda la dulzura de esas palabras.
Allí se manifiestan abundantemente los dones del Omnipotente, y uno de los presentes, un hombre virtuoso, tiene una visión admirable. Le parece ver al Niño pequeño que yace sin vida en el pesebre, y Francisco se le acerca y lo despierta de esa especie de sueño profundo. Ni la visión prodigiosa estaba en desacuerdo con los hechos, pues, por los méritos del Santo, el niño Jesús volvía a la vida en el corazón de muchos que lo habían olvidado, y el recuerdo de Él quedaba profundamente grabado en su memoria. Terminada esa vigilia solemne, cada uno regresó a su hogar lleno de una alegría inefable. El heno que había sido colocado en el pesebre fue conservado, pues por medio de él el Señor curó en su misericordia a los bueyes y otros animales. Y en verdad ocurrió que en esa región, animales enfermos por diversas dolencias, comiendo de ese heno se liberaron de ellas. Es más, algunas mujeres que, durante un parto doloroso y difícil, se pusieron un poco de ese heno, lograron dar a luz felizmente. Del mismo modo, muchos hombres y mujeres recobraron la salud.
Hoy, ese lugar ha sido consagrado al Señor, y sobre el pesebre se ha construido un altar y una iglesia dedicada en honor a San Francisco, para que allí donde antes los animales comían el heno, ahora los hombres puedan recibir, como alimento para el alma y santificación del cuerpo, la carne del Cordero inmaculado y sin mancha, Jesucristo nuestro Señor, que con amor infinito se entregó por nosotros. Él, con el Padre y el Espíritu Santo, vive y reina eternamente glorificado por los siglos de los siglos. Amén>>
(F.F. núms. 466-470 – nuestra traducción).
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